lunes, 26 de abril de 2010

Una historia del Violinista Itzhak Perlman


“Una noche de 1995, el violinista Itzhak Perlman subió al escenario del Avery Fisher Hall, en el Lincoln Center de Nueva York.
Si alguna vez tuvisteis la suerte de asistir a un concierto de Perlman, sabréis que el simple hecho de subir al escenario ya es un logro importante para él. Siendo niño tuvo la polio, y hoy se desplaza lentamente con muletas y con unos refuerzos ortopédicos en ambas piernas. Verlo atravesar el escenario lentamente, es sobrecogedor. Camina despacio, pero con dignidad, hasta llegar a su silla. Entonces se sienta lentamente, coloca sus muletas en el suelo y afloja sus refuerzos ortopédicos; luego se agacha y toma su violín, lo acomoda bajo su mentón, le da la señal al director y comienza a tocar.
La audiencia suele estar acostumbrada a este ritual previo al concierto. Todos observan callados mientras él se desplaza hasta su silla. Permanecen sentados en respetuoso silencio mientras él afloja sus refuerzos, y lo esperan hasta que comienza a tocar.
Pero, en esta ocasión, algo no fue todo lo bien que debiera. Justo cuando concluían los primeros compases, una de las cuerdas de su violín se rompió y salió disparada como un látigo por la platea.
No había dudas de lo que significaba ese chasquido. Tampoco había dudas de lo que Itzhak tendría que hacer. Los que estábamos allí esa noche pensamos que tendría que ponerse de pie, calzarse los refuerzos nuevamente, tomar las muletas y retirarse del escenario, ya sea para conseguir otro violín, o para cambiar la cuerda rota.
Pero no fue así. En realidad esperó un momento, cerró los ojos, y le dio la señal al director para que comenzara de nuevo. La orquesta comenzó a tocar, y él tocó con tal fuerza y pasión, y con tal pureza como nunca antes lo había hecho.
Era un reto casi imposible tocar con tres cuerdas la partitura que ya era difícil para cuatro, pero para asombro de todo el mundo logró superar aquel obstáculo.
Cuando terminó, hubo un silencio absoluto. Entonces el público se puso de pie y hubo una ovación extraordinaria desde cada rincón de la sala. Todos lo aclamaron a viva voz.
El sonrió, se secó el sudor de la frente, levantó su arco para pedir silencio, y dijo – modestamente, en un tono tranquilo, casi reverente – “A veces la tarea del artista es averiguar qué puede hacer con lo que a uno le queda”.

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