
Y algo de razón debía llevar, porque cuando dejaba la corona en la mesita real experimentaba algo de alivio.
Decidió hacer caso a su hijo y cambiar de corona. Los mejores artífices se pusieron a trabajar, y le ofrecieron sus mejores diseños, coronas de oro, de diamantes, de plata recamadas de perlas. Probaba cada una de ellas durante un día entero, recababa la opinión de sus allegados que unánimemente se deshacían en elogios por lo mucho que cada una de ellas le favorecía e invariablemente al final del día se sentía igual de mal, con lo cual devolvía cada corona a su artesano. Estaba cansado y hastiado hasta que en ese paseo por el jardín descubrió la mejor corona para su reino: hecha con amor y sencillez, con sacrificio por las gotitas de sangre en alguna rama, producto de alguna espina, nacida de un gesto sincero y desinteresado.
Ese era el reino que él quería conseguir, el que le podía dar alegría, y en el que podría ofrecer a sus súbditos la felicidad. Un reino de verdad, de justicia y de paz
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